Azul índigo
Enfrentarse de nuevo a un lienzo en blanco no resultaba sencillo. Tras
desplegar el caballete y situarlo en medio del salón sobre hojas de periódico
amarillentas, me había quedado paralizado con la vista inmóvil sobre la tela impoluta.
Hacía tiempo que no cogía un pincel. El contacto de mis dedos con la madera
disipó por unos segundos mi inquietud, transportándome a aquellos días en los
que no tenía que pararme a pensar; tan solo dejaba que mi mano fluyera por el
lienzo desatando trazos que acababan conformando una imagen. Me había decidido
a retomar mi afición pasada la media noche. Hora y media después aún seguía
impertérrito, preguntándome por dónde comenzar. Necesitaba expresar cada
sentimiento que me asfixiaba a través de la pintura, sacarlo de mis entrañas
como si se tratara de un exorcismo. Desde la muerte de mi madre hasta la
tomadura de pelo del alcalde. Todo. Pero una oleada de terror inexplicable me
impedía moverme.
De alguna forma veía el lienzo como si fuera mi propia vida: vacío; sin
estrenar. Cualquier pincelada fijaría un principio que podría estar equivocado,
que condicionaría el resto. Costaba empezar algo nuevo sin saber por dónde
seguir; mancharlo de un color sin tener claro el siguiente.
Los tubos de pintura reposaban sobre la mesa camilla. Me llamaban sin que
yo pudiera escucharles con nitidez. Los tonos más vivos estaban casi sin empezar,
mientras que los tubos que contenían colores fríos se retorcían medio vacíos.
Mis cuadros eran lúgubres, quizá reflejaban mi estado de ánimo o respondían a una
tendencia estética, pero desde que era un adolescente nadie quedaba indiferente
al verlos. Mi madre creía que estaba deprimido. No le gustaba lo que pintaba y
prefería obviarlo, como si nunca hubiera existido, como si mi habitación no
hubiera estado siempre repleta de lienzos y pinturas. Un adolescente normal no
puede pintar escenas tan tétricas y oscuras. Quizá fue por esa experiencia por
lo que nunca le mostré mis obras a Paula. Porque ella era una chica normal. Una
vez logré comentárselo. Que pintaba. Se sorprendió. Sonrió. Una anécdota más.
Nunca se interesó por ello. Era solo otra de mis locuras. Me había costado
mucho reunir fuerzas para contárselo, porque sabía que no lo iba a entender,
pero después de pasar dos años juntos estaba convencido de que debía esforzarme
para que me conociera en profundidad, me sentía obligado a abrirme a ella. No
sirvió para nada. Tal vez para terminar de asumir lo poco que teníamos en
común. Para ella el arte era algo banal, sin interés. No reportaba ningún
beneficio.
Sin embargo con Mila podía hablar de ello. Desde el principio supe que
con ella podría compartir mis inquietudes. Ansiaba mostrarle cada cuadro que
pintaba. Y ella opinaba honestamente, sintiéndose parte de mi afición. Su gusto
por la estética gótica contribuyó firmemente a moldear mi estilo. Cuando
pintaba, en parte lo hacía pensando en Mila. En qué diría de utilizar estos
colores, de alargar estos trazos o de mezclar estos tonos. Sin ella, me faltaba
esa motivación.
Prendí un trapo del bolsillo de atrás de mis vaqueros y me quité la
camiseta para evitar que se manchase. No sentía frío, a pesar de que la casa
estaba helada. Me aferré a la paleta con fuerza, dispuesto a no soltarla hasta
haber materializado algo en el lienzo. La madera ardía en mis manos, pidiéndome
que la ensuciara. Dejé la mente en blanco. Gris frío; negro humo; verde
azulado; y blanco zinc para matizar los tonos. Blandí un pincel, dispuesto a no
interponerme en su camino. Me dejaría llevar por él hasta donde quisiera, en
una especie de trance que no iba a culminar hasta la última pincelada.
Pronto una lápida comenzó a abrirse camino en el lienzo, surgiendo del
vacío de la tabula rasa. La noche
cerrada. Un cielo turbio y sin estrellas. El cementerio cobraba forma en la
tela, fluyendo entre colores apagados, carentes de vida. Se podía palpar el
silencio insoportable; la eterna quietud; la monotonía de los erectos cipreses.
Pero no me transmitía nada más. Soledad, muerte, rutina. La tumba, ultrajada
por la lluvia, me hablaba de desamparo. «No hay nada más allá de esta piedra.
Este el fin que nos depara el futuro». Sin haber terminado, dirigí la vista a
los tubos sobre la mesa. Faltaba algo. Mi mano se alargó sin pensarlo hacia el
azul índigo. Era oscuro, pero con suficiente vida como para provocar un
contraste. Mi pincel se sacudió como un látigo sobre la mitad inferior del
lienzo. Agua. Cubriéndolo todo. Anegando el camposanto; filtrándose en la
tierra; bañando de vida el hogar de los muertos.
Las primeras pinceladas de azul se vieron interrumpidas por un ruido
sordo que me sacó bruscamente del trance. Recordé la noche anterior, cuando
cualquier sonido lograba alterarme. Decidí no hacer caso. Quizá mi cabeza
volvía a jugar con mis miedos más primarios. Continué recreando el líquido, que
cubría la lápida hasta la mitad, sin movimiento, tal y como lo había visto en
mi propia casa esa misma mañana.
Otro ruido me desconcertó. Parecía un golpe seco contra la piedra. Quizá
la valla del cementerio. Pensé en los vándalos de los que hablaba el alcalde.
Pero no quería dejar el cuadro sin acabar. Sabía que si paraba no volvería a
retomarlo. Continué salpicando de azul el lienzo. El contraste era poderoso. El
cementerio inundado, como arrasado por un tsunami, pero en paz. Di un paso
atrás para observar la obra con otra perspectiva. Puse punto final al cuadro
con una última pincelada que completaba el reflejo de una luna invisible sobre
el agua. Un tercer golpe me sobresaltó. Al moverme, me percaté de que el suelo
estaba mojado. Dejé la paleta y el pincel sobre la mesa y salí de la casa. Me
negaba a tener que volver a achicar agua y soportar la reprimenda de Eugenia.
Al atravesar la puerta, me asaltó un temor. Estaba indefenso ante
quienquiera que pudiera estar merodeando a esas horas por el cementerio. Miré
alrededor en busca de algo para protegerme. Había una pala apoyada junto a la
puerta. Aferrado a ella, rodeé la casa en busca de los intrusos. No había
nadie. Apenas podía ver en la oscuridad. Tan solo la trémula luz del farol a la
entrada del cementerio pretendía disipar las tinieblas. Me pregunté si los
ruidos habrían sido fruto de mi imaginación, o se habrían producido más lejos
de lo que yo pensaba. Pero un nuevo golpe me dejó claro que el origen era algún
punto en el interior del recinto. Recorrí el camposanto con la mirada, intentando
aguzar la vista. Me temblaban las manos. No hubiera sabido cómo reaccionar en
caso de encontrar a alguien realizando un ritual. ¿Le hubiera gritado? Mi voz
no hubiera sabido cómo esconder el miedo y fingir seguridad. Quizá tampoco
supiera reaccionar a tiempo para utilizar la pala que portaba a modo de arma.
Pensé que aquella situación no se correspondía con la idea que me había formado
sobre vivir en el cementerio. No estaba preparado para vigilarlo, ni para
utilizar la violencia en caso de que fuera necesario.
Los golpes comenzaron a repetirse con mayor frecuencia. Mi pulso se
aceleró ante la angustia de no ser capaz de descubrir su procedencia. Caminé
dubitativo siguiendo el sonido. Intenté consolarme preguntándome si no sería
más que un animal nocturno procedente de los bosques colindantes. Pero la
imagen del viejo vigilante también afloró en mi memoria. Apenas me había parado
a reflexionar sobre aquello. Yo no creía en fantasmas. No creía en nada más
allá de mis propias circunstancias. Entonces ¿por qué estaba al borde de la
taquicardia caminando a oscuras entre las tumbas? No había nada extraño que
debiera temer. Y sin embargo, el confuso hálito de lo inexplicable me aturdía.
Otro golpe, esta vez con mayor contundencia, me sobresaltó. Su origen no estaba
a más de un metro de distancia. Y allí tan sólo había nichos, como en una
enorme colmena que cubría un flanco completo del recinto. ¿Tal vez la
procedencia estaba al otro lado, fuera del camposanto? Cuando empezaba a
dirigirme a la puerta para explorar el exterior, escuché el sonido de una
piedra resquebrajándose. Acto seguido vi cómo a escasos metros de mí, la lápida
de uno de los nichos salía propulsada por una tromba de agua. Caí al suelo de
espaldas, por el susto más que por el agua que había llegado a alcanzarme.
Retrocedí a rastras, clavando mis uñas en la tierra y sin dejar de observar
aterrorizado el oscuro hueco del nicho, del que aún rebosaba líquido,
resbalando lentamente hasta el suelo. Los golpes se repitieron, esta vez con
mayor nitidez. Procedían de su interior. Sentí un deseo incontenible de escapar
de allí, gritando y corriendo hasta llegar a un lugar seguro, pero me armé de
valor y me acerqué hasta la tumba, aferrándome de nuevo a la pala, que había
soltado al caer. Pude distinguir el ataúd en la penumbra del nicho, que se
encontraba a la altura de mi pecho. Alguien o algo golpeaba la tapa de madera,
cada vez con más premura. Con un nudo en la garganta, aferré el extremo del
ataúd y tiré de él hasta que asomó fuera de la cubierta de hormigón. Cogí
aliento durante un par de segundos, sin ser capaz de pensar en lo que estaba
haciendo, y volví a tirar con toda la fuerza que pude reunir. El ataúd cayó
estruendosamente sobre el suelo, arrastrándome con él. La tapa quedó abierta con
el súbito impacto. Sentí mi cuerpo paralizado, negándose a levantarse y
asomarse al féretro. Comenzaba a incorporarme lentamente cuando el cuerpo que
descansaba en su interior se levantó como impulsado por un resorte. No pude
evitar chillar de forma histérica. Era un chico joven. Levantó la cabeza hacia
el cielo e inspiró profundamente, como si llevara tiempo aguantando la
respiración. Su cuerpo, embutido en un traje de chaqueta negro, estaba
empapado. Su mirada parecía desorientada, moviéndose de un lado a otro, hasta
que reparó en mí. No fui capaz de decir nada, ni de moverme. Mi cabeza daba
caóticas vueltas intentando buscar una explicación racional a lo sucedido.
Vándalos.
La voz del alcalde acudió a mi memoria, iluminando los engranajes de mi
mente. No tuve duda de que se trataba de una broma pesada. No lograba entender
cómo se las habían arreglado para llevarla a cabo, pero el mismo grupo de presuntos
satánicos que había inundado mi casa tenía que ser el que había encerrado a
aquel pobre chico en un nicho, anegado igualmente de agua. El chaval podía
haber muerto ahogado, no se trataba de una simple travesura. Pensé en llamar a
la policía, pero recordé que estaba incomunicado, sin teléfono ni cobertura.
Ya más centrado, aunque aún con el pulso desbocado, me acerqué al féretro
y ayudé al chico a salir de él. Estimé que tenía tan solo algún año menos que
yo. Parecía abrumado por la situación y confuso.
–¿Quién te ha metido aquí? –pregunté indignado.
El chaval me miró fijamente, como si no hubiera visto a una persona en su
vida. Un largo flequillo moreno cubría empapado la mitad de su rostro. Estaba
tiritando. Me cuestioné la procedencia del agua que llenaba el ataúd. El hedor
era insoportable.
–Entra en casa, vas a coger una pulmonía –advertí mientras tiraba de su
brazo para conducirle al interior. No estuve seguro de que comprendiera lo que
decía.
El chico se dejó llevar sin pronunciar palabra y permaneció inmóvil, sin
apenas parpadear, en el salón, mientras yo buscaba toallas en el cuarto de
baño. Cuando regresé, experimenté el olor nauseabundo que comenzaba a inundar
la casa. No iba a ser suficiente con secarle.
–¡Hueles fatal! –exclamé intentando que reaccionara–. Vas a tener que
darte una ducha o conseguirás que mi casa huela a alcantarilla durante días.
El muchacho permaneció imperturbable, sin apartar de mí sus ojos de un
color tan oscuro que hacía imposible distinguir la pupila del iris, temblando
sin cesar. Estaba en estado de shock.
Asumí que no era para menos.
Le conduje hasta el baño y abrí el grifo del agua caliente. El suelo de
la casa seguía estando mojado, pero me tranquilizó constatar que el nivel del
agua no había aumentado.
–¿Te vas a desvestir o qué? –pregunté, consciente de que no iba a obtener
respuesta.
«Maldita sea», me lamenté mientras desabrochaba los botones de su
chaqueta. Froté sus brazos pretendiendo que entrara en calor. Comenzaba a
impacientarme y a preguntarme cómo había llegado a estar en esa maldita casa
aislada del mundo, desnudando a un desconocido maloliente para darle una ducha.
Separé el asimétrico flequillo de su rostro impertérrito, ya que él era incapaz
de mover un músculo. Tenía unas facciones delicadas, desvirtuadas por su
extrema palidez y las oscuras ojeras que rodeaban sus ojos.
Una vez que le había quitado la ropa, me cuestioné si el hedor procedía
realmente del agua, como había supuesto, o de su propio cuerpo.
Torpemente, conseguí que se introdujera en la vieja bañera. El agua
humeaba y el vapor comenzaba a acumularse creando una atmósfera asfixiante pero
sumamente cálida. El chico no reaccionó al contacto con el agua caliente.
Constaté satisfecho que el olor comenzaba a disiparse. Froté con ahínco una
pastilla de jabón contra su cuerpo. Procuré no pararme a cuestionar lo absurdo
de la situación. Su constitución era delgada pero firme y su piel uniformemente
pálida, carente de color. Podía decirse que era un joven atractivo, a pesar de
su aspecto algo siniestro, aunque procuré no detenerme a evaluar esos detalles
en un momento tan embarazoso. Una vez que estuvo completamente enjabonado, lo
aclaré bajo agua tibia para a continuación sacarle a duras penas de la bañera y
envolverle en una toalla. El muchacho seguía estando ensimismado, pero había
dejado de tiritar. Y ya no olía a huevos podridos, sino a jabón.
–Ya que no vas a contarme qué ha pasado, lo mejor será que descanses un
poco–sugerí a pesar de tener la sensación de estar hablando solo–. Seguro que
tu familia estará preocupada, pero ya es muy tarde para ir a ningún lado.
Le arrastré hasta el dormitorio y le forcé a tumbarse sobre la cama. El
chico quedó postrado boca arriba, desnudo y con la mirada perdida en algún
punto indefinido del techo. Me quedé observándolo durante unos segundos,
experimentando cierta lástima e intentando calibrar la traumática situación por
la que debía de haber pasado. De pronto advertí que sus párpados comenzaban a
entornarse y su respiración se calmaba. Me torturaba la idea de dormir en el
incómodo sofá del salón, pero se trataba de una emergencia y en cualquier caso era
probable que no fuera a pegar ojo después de lo sucedido. Me quedaban pocas
horas de descanso si quería cumplir el horario del cementerio, así que me tumbé
buscando la mejor postura para evitar que se me clavaran los erráticos muelles
del sofá, arropado por una vieja manta. Contra todo pronóstico, logré conciliar
el sueño.
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